
El desafío de armar una vida
Recuerdo una etapa de mi vida en la que había terminado el secundario. Estaba en el preámbulo de lo que sería mi vida adulta, y tenía que elegir una carrera universitaria. Digo “tenía” porque, si bien yo deseaba estudiar en la universidad, tanto mi colegio como mi familia me habían marcado ese paso como necesario y esperable.
En ese momento de mi vida, en una conversación con un amigo, me jactaba que me había pasado la vida tratando de ajustarme a las expectativas de otros, sean profesores, mis padres, mis compañeros o la misma sociedad. Había estado atento a sus expectativas para obtener su aprobación, que era necesaria para poder ajustarme y existir socialmente sin demasiados problemas. Y que después de 18 años de eso, se esperaba que tuviera la capacidad de elegir un camino por mí mismo y para mí mismo, que fuera a delinear mi vida adulta profesional.
En ese entonces, me reía de la ironía y la contradicción de la formación escolar que había recibido, pero ahora, habiendo vivido una buena parte de mi vida adulta, me llama a la reflexión sobre lo abrumador e intimidante que es planear y llevar adelante la vida adulta desde su inicio.
El punto de partida
Crecemos (en el mejor de los casos) protegidos por nuestra familia e instituciones de lo más peligroso y crudo de la existencia humana. Y luego, en algún punto de la adolescencia, tenemos que empezar a asumir responsabilidad por nosotros mismos para emerger adultos, y ser capaces de sobrevivir por nuestros propios medios. Más aún, nos enfrentamos a la pregunta sobre la vida misma. ¿Qué es vivir? ¿Cómo debería vivir?
La adolescencia es una de esas etapas donde la capacidad de acción supera con creces el criterio para saber qué hacer. Los adolescentes suelen actuar como si supieran todo, sabiendo tan poco. Por eso toma unos años empezar a adentrarse genuinamente en cuestiones existenciales. Concientizar que la vida no es eterna, tiene peligros y desilusiones. También supone oportunidades y la posibilidad de hacer algo valioso con ella. Nuevamente nos preguntamos: ¿cómo? ¿y qué?
La sociedad y la familia a menudo proveen modelos e ideales para responder a esta pregunta. El tema es que meramente cumplir con expectativas externas sería justamente repetir el patrón que criticaba en mi juventud. Sería vivir la vida que otros quieren para uno, no hacerse dueño y responsable de la propia vida, paso necesario para vivir como un genuino adulto.
A veces es tan atemorizante y abrumadora la presión de hacer algo, y la falta de orientación, que los jóvenes evaden la tarea de convertirse en verdaderos adultos, esquivando responsabilidades, refugiándose en sus familias, y no tomando con seriedad sus propias vidas. El término adulescente refiere a personas que han llegado a una edad que se espera que sean adultos y aún no han logrado hacer la transición desde la adolescencia hacia la adultez de manera completa.
Este fenómeno se puede comprender mejor teniendo en cuenta el desafío que supone armar una vida en un mundo donde la forma de vivir, las rutinas, las creencias y las pautas culturales cambian mas rápido que nunca. Parece que no hay nada sólido dónde pisar. Y eso es aterrorizante. El paso del tiempo solo hace más patente que el vivir barrenando la ola no es suficiente para armar una vida. Requiere determinación. Una actitud ordenadora que se proponga crear algo con ella. Los modelos de otras generaciones se declaran obsoletos, porque sus vidas fueron armadas en un mundo ya inexistente, y solo lo nuevo es verdaderamente vigente. Esta es la modernidad líquida descrita por Zygmunt Bauman (sociólogo mundialmente reconocido), la cual resulta ser un mundo donde lo sólido parece ser cosa del pasado.
La brújula y el mapa
Durante la juventud, es habitual armarse planes y expectativas sobre cómo debería ser la vida. Conforme pasa el tiempo, la experiencia empieza a mostrar que el mundo es mucho mas grande, diverso y complejo que lo que un adolescente pueda imaginar. La vida no sigue las expectativas de nadie, y para cumplir metas, hay que saber perseverar frente a la adversidad.
No hay ningún modelo de vida perfecto que sirva para todo el mundo. Por ende, sin experiencia, es muy difícil saber cómo construir una vida que tenga sentido para uno mismo. Si bien los modelos son un punto de partida, solo la experiencia personal puede revelar cuales son las pistas para armar una vida que conecte con la identidad y los valores de la persona.
A medida que un joven prueba cosas, se propone metas e intenta cumplirlas, empieza a descubrir cosas. Puede contrastar sus prejuicios e ideas con esas experiencias, e ir madurando su percepción del mundo y de sí mismo. Esto es un genuino proceso de exploración donde se va creando un mapa del mundo en un sentido plenamente subjetivo, dado que es un mapa de la relación de la persona con el mundo. Es justamente esa información subjetiva la que permite a la persona darse cuenta quién es en el mundo, qué le pasa, qué siente, qué le importa y qué le interesa.
Cuando una persona se permite abrirse a todo lo que le ocurre, lo que siente y lo que piensa respecto de su vida, sin desviar la mirada, puede empezar a comprender su experiencia personal y convertirla en una herramienta que le permita guiarla. Yo llamo ese sentido intuitivo de orientación la brújula emocional, porque una brújula permite orientarse mientras uno explora lo desconocido. El mapa es lo que vamos conociendo, y la brújula permite darle dirección al accionar.
Cuando algo sea positivo, placentero o conecte profundamente con la persona, la brújula permitirá a la persona registrarlo para seguir por ese camino. También sirve como señal de alarma, cuando algo no anda bien, y se debe ajustar el curso.
Conjuntamente, la brújula y el mapa se complementan, y son herramientas invaluables para armar una vida genuinamente propia.
Armando una vida a medida, una decisión a la vez
Cuando una persona se permite explorar la vida y procesar su experiencia sin censurarse, tiene la posibilidad de identificar sus valores y necesidades con mayor claridad. Puede empezar a entender quién es en un sentido profundo, y tomar decisiones que sintonicen con su verdadero yo. Ese es un punto muy interesante, porque le permitirá hacer proyectos que sintonicen con sus necesidades, valores y deseos. Esos proyectos pueden ser la base del armado de una vida madura.
Y eso solo es el principio. Conforme viva mas cosas, el mapa crecerá, y la brújula tendrá que ser recalibrada en función de las nuevas experiencias. Todo esto requiere mucho trabajo interior, para poder seguir ampliando el sentido de orientación y poder tomar buenas decisiones en cada etapa de la vida. Si una persona pierde contacto con sí misma, puede frenarse este proceso, y entonces quizás termine decidiendo en base a quién fue en el pasado, más que la persona que es en el presente.
Es fundamental permanecer abiertos a la experiencia de la vida para comprender nuestra relación con ella. Son los momentos donde uno se sienta perdido donde más necesario es volver al mapa y a la brújula. Reconectarnos con nosotros mismos, recalcular, para luego elegir el camino por donde seguir caminando.
El sentido de misión
Todo este proceso, en sí mismo, es virtuoso. Expande la mente, permite entender mejor el mundo que nos rodea, y a nosotros mismos en él. Pero hay, a mi manera de entender, un paso más para poder darle forma a la propia vida, y que adquiera una dimensión aún mas profunda y plena.
Y eso es cuando uno se propone vivir la vida con un sentido de misión. El sentido de misión se da cuando se toma un valor y se lo ubica en el centro de la propia vida, como motor para la acción. Vivir con sentido de misión es sentirnos convocados a una acción significativa en el mundo.
Nacimos para algo, y nuestro deber es determinar un sentido que organice nuestro accionar, y nos permita construir algo que tenga valor. Algo lo suficientemente importante y esencial que merezca que pongamos el corazón en ello. Porque ahí esta el punto clave: cuando ponemos el corazón en algo, es cuando nos sentimos realmente vivos. Poner el corazón es sentirnos implicados por lo que hacemos en el mundo, por la dirección que le damos a nuestro accionar. Poner el corazón nos convoca a asumir responsabilidad, al darle valor a lo que hacemos.
El sentido de misión redefine todo lo que hacemos. Le da sentido y propósito a todo los aspectos de la vida: desde las vivencias más simples hasta los proyectos más ambiciosos. Marca la forma de vivir que uno elige, y que le dará sentido a la propia existencia. Permite que activemos nuestros mejores recursos y volvernos especialmente resilientes en los momentos de adversidad. Nos ayuda a tolerar el sufrimiento y las decepciones en la vida, y hacer foco en la aventura del vivir.
Es algo muy profundo y muy personal, y es la forma de orientación más esencial que uno pueda tener en la aventura de la vida.